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Luis Cardeña Gálvez
20/05/2010
EL MUNDIAL DEL 2002.
 
Foto ilustrativa del artículo
 

EL MUNDIAL DEL 2002


Eduardo Galeano: “El fútbol a sol y sombra”. Editorial Siglo XXI, 2006



Tiempo de caídas. Un atentado terrorista había derrumbado las torres gemelas de Nueva York. El presidente Bush lanzaba sobre Afganistán una lluvia de misiles y volteaba la dictadura de los talibanes, que su papá, y Reagan, habían incubado. La guerra contra el terrorismo bendecía el terror militar. Los tanques israelíes demolían Gaza y Cisjordania, para que los palestinos siguieran pagando la cuenta del Holocausto que no habían cometido.

El Hombre Araña abatía los récords de taquilla de la historia del cine. Fuentes bien informadas de Miami anunciaban la inminente caída de Fidel Castro, que iba a desplomarse en cuestión de horas. Se desplomaba, en cambio, la Argentina, el país modelo, y se venían abajo la moneda, el gobierno y todo lo demás. En Venezuela, un golpe de estado derribaba al presidente Chávez. Una pueblada restituía al destituido, pero la televisión venezolana, campeona de a libertad de información, no se enteraba.

Resquebrajado por sus propios fraudes, se venía abajo el gigante Enron, que había sido el contribuyente más generoso a las campañas de Bush y de la mayoría de los senadores estadounidenses. Y encascada caían, poco después, las acciones de otros monstruos sagrados, WorldCom, Xerox, Vivendi, Merck, por culpa de algunos errorcitos de miles de millones en la contabilidad. Se iban a pique las dos socias mayores de los negocios de la FIFA, las empresas ISL y Kirch; pero sus escandalosas quiebras no impedían que Blatter fuera confirmado, por abrumadora mayoría, en el trono del fútbol mundial. Otro vendrá que bueno te hará: la impunidad de Blatter, un mago en el arte de esconder números y comprar votos, había convertido a Havelange en una Hermanita de la Caridad.

Y también cayó Bertie Felstead. Lo mató la muerte. Felstead, el hombre más viejo de Inglaterra, era el único sobreviviente de un célebre partido de fútbol, que los soldados británicos y alemanes disputaron en plena guerra, en la Navidad de 1915. El campo de batalla se convirtió por un rato en campo de juego, al mágico influjo de una pelota venida no se sabe de dónde, hasta que los oficiales, a los gritos, recordaron a los soldados que estaban obligados a odiarse.

Treinta y dos selecciones acudieron a Japón y Corea para disputar el decimoséptimo campeonato mundial de fútbol, en los estadios nuevos y deslumbrantes de veinte ciudades.

El primer Mundial del nuevo milenio se jugó por primera vez en dos países y por primera vez en Asia. Niños asiáticos, de Pakistán, cosieron para Adidas la pelota de alta tecnología que se echó a rodar, la noche de la inauguración, en el estadio de Seúl: una cámara de látex, rodeada por una malla de tela cubierta por espuma de gas, que tenía por piel una blanca capa de polímetro decorada con el símbolo del fuego. Una pelota hecha para arrancar fortunas del pasto.

Fueron dos los campeonatos mundiales de fútbol. En uno jugaron los deportistas de carne y hueso. En el otro, al mismo tiempo, jugaron los robots. Los atletas mecánicos, programados por ingenieros, disputaron la RoboCup 2002 en el puerto japonés de Fukuoka, frente a la costa coreana.

¿Cuál es el sueño más frecuente de los empresarios, los tecnócratas, los burócratas y los ideólogos de la industria del fútbol? En el sueño, cada vez más parecido a la realidad, los jugadores imitan a los robots.

Triste signo de los tiempos, el siglo XXI sacraliza la uniformidad en nombre de la eficiencia y sacrifica la libertad en los altares del éxito. “Uno no gana porque vale, sino que vale porque gana”, había comprobado ya hace algunos años, Cornelius Castoriadis. Él no se refería al fútbol, pero era como si. Prohibido perder tiempo, prohibido perder: convertido en trabajo, sometido a las leyes de la rentabilidad, el juego deja de jugar. Cada vez más, como todo lo demás, el fútbol profesional parece regido por la UENBE (Unión de Enemigos de la Belleza), poderosa organización que no existe pero manda.

Obediencia, velocidad, fuerza, y nada de firuletes: éste es el molde que la globalización impone. Se fabrica, en serie, un fútbol más frío que una heladera. Y más implacable que una maquina trituradora. Un fútbol de robots. Se supone que este aburrimiento es el progreso, pero el historiador Arnold Toynbee había pasado por muchos pasados cuando comprobó: “La más consistente característica de las civilizaciones en decadencia es la tendencia a la estandarización y la uniformidad.

Volvamos al Mundial de carne y hueso. En el partido inaugural, más de una cuarta parte de la humanidad asistió, por televisión, a la primera sorpresa. Francia, el país campeón del Mundial anterior, fue vencida por Senegal, que había sido una de sus colonias africanas y que por primera vez participaba en una Copa del Mundo. Contra todos los pronósticos, Francia quedó por el camino en la serie inicial, sin meter ni un solo gol. Argentina, el otro gran favorito en las apuestas, también cayó en las primeras de cambio. Y después se marcharon Italia y España, asaltados a mano armada por los árbitros. Pero todas estas escuadras poderosas fueron sobre todo víctimas de la obligación de ganar y del terror de perder, que son hermanos gemelos. Las grandes estrellas del fútbol habían llegado a la Copa abrumadas por el peso de la fama y de la responsabilidad, y extenuadas por el feroz ritmo de exigencia de los clubes donde actúan.

Sin historia mundialera, sin estrellas, sin la obligación de ganar ni el terror de perder, Senegal jugó en estado de gracia, y fue la revelación del campeonato. China, Ecuador y Eslovenia, que también hacían su bautismo de fuego, quedaron por el camino en la primera rueda. Senegal llegó invicto a los cuartos de final y no pudo pasar más allá, pero su bailito incesante nos devolvió una sencilla verdad que suelen olvidar los científicos de la pelota: el fútbol es un juego, y quien juega, cuando juega de verdad, siente alegría y da alegría. Fue obra de Senegal el gol que más me gustó de todo el torneo, pase de taquito de Thiaw, certero disparo de Cámara; y uno de sus jugadores, Diouf, hizo la mayor cantidad de gambetas, a un promedio de ocho por partido, en un campeonato donde ese placer de los ojos parecía prohibido.

La otra sorpresa fue Turquía. Nadie creía. Llevaba medio siglo de ausencia en los mundiales. En su partido inicial, contra Brasil, la selección turca fue alevosamente estafada por el árbitro; pero siguió viaje, y acabó conquistando el tercer puesto. Su fútbol, mucho brío, buena calidad, dejó mudos a los expertos que lo habían despreciado.

Casi todo lo demás fue un largo bostezo. Por suerte, en sus partidos finales, Brasil recordó que era Brasil. Cuando se desataron, y jugaron a la brasileña, sus jugadores se salieron de la jaula de eficiente mediocridad donde el director técnico, Scolari, los tenía encerrados. Entonces sus cuatro erres, Rivaldo, Ronaldo, Ronaldinho Gaucho y Roberto Carlos, pudieron lucirse a plenitud y, por fin, Brasil pudo ser una fiesta.

Y fue campeón. En vísperas de la final, ciento setenta millones de brasileños pincharon salchichas alemanas con alfileres, y Alemania sucumbió 2 a 0. Era la séptima victoria brasileña en siete partidos. Los dos países habían sido muchas veces finalistas, pero nunca se habían enfrentado en un Mundial. En tercer lugar entró Turquía y Corea del Sur quedó cuarta. Traducido a términos de mercado, Nike conquistó el primer y el cuarto puesto y Adidas obtuvo el segundo y el tercero.

El brasileño Ronaldo, resucitado al cabo de una larga lesión, encabezó la tabla de goleadores, con ocho tantos, seguido por su compatriota Rivaldo, con cinco, y el danés Tomasson y el italiano Vieri, con cuatro goles cada uno. El truco Sukur hizo el gol más veloz de la historia de las Copas, a los once segundos de juego.

Por primera vez en la historia, un arquero, el alemán Oliver Khan, fue elegido el mejor jugador del torneo. Por el terror que inspiraba a los rivales, parecía hijo de otro Khan, Gengis. Pero no era.


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